“Disfrutá los últimos seis meses de la mejor época de tu vida porque no vuelven más”, lo oí de labios de una madre a su hija del último año del secundario. “… de la mejor época de tu vida porque no vuelven más” … una frase que quedó resonando mucho tiempo en mi cabeza. De una u otra manera, todos caemos en el cliché de mirar a un adolescente y decirle “¿15 años?, qué envidia, no tenés responsabilidades, que épocas esas donde solo disfrutabas”. Sentencias que formulamos sin darnos cuenta, pensando más en lo que no fuimos que en el otro. Frases que hablan más de nosotros como adultos que de ellos como jóvenes. Y pienso: ¿qué nos pasó? o, mejor dicho, ¿qué dejamos que nos pasara para que a los cuarenta pensemos que la mejor época de nuestra vida fue hace 25 años?.
¿Qué mensaje le estamos dando a nuestros hijos sobre el futuro, los sueños, la felicidad y los proyectos cumplidos si afirmamos que alguien a los 15 años (que tiene más preguntas que respuestas y su corazón es un nudo de emociones y hormonas) está atravesando la mejor época de su vida? ¿Y nuestros ideales y pasiones? ¿Nuestras ganas de proyectarnos y crecer siempre? ¿Qué imagen de la adultez le trasmitimos a ese chico que no solo se juega su autoestima ante el grupo de pares todo el tiempo sino que además lee en los adultos miradas de cansancio, rutina y deber?.
El metamensaje es más fuerte: “disfrutá esto, o aparentá que lo haces, porque lo que sigue no está bueno”. A él/ella, que está esperando que lo miren a los ojos y le digan: “todo cada vez va a ser mejor porque sos una fuente infinita de posibilidades y los únicos límites que tenés son los que están en tus pensamientos”. A él/ella, que nos mira casi con desesperación diciéndonos “por favor prometeme que algún día voy a tener un norte y que todo lo bueno que siembre hoy lo voy a cosechar más adelante, decime que la mejor época de tu vida no es la que yo estoy viviendo ahora, decime que tuviste más momentos felices, como por ejemplo cuando yo nací; pero sobre todo decime que los mejores recuerdos también están por llegar, soy muy chico para cargar con la responsabilidad de vivir mi adolescencia por dos: por la tuya que no superaste y por la mía que a veces no sé cómo llevarla”.
Nuestro trabajo interior, nuestra búsqueda de la plenitud, no son gestos de egoísmo, son ejemplos para que nuestros hijos vean que se puede ser feliz, que no importa a qué edad se empiece, que toda etapa tiene su atractivo, pero sobre todo, al intentarlo nosotros los habilitamos a ellos a buscar siempre el disfrute por lo que hacen. Para nutrir a otros, primero tenemos que nutrirnos, animarnos, más allá de la edad y los miedos, porque ese el mejor legajo que podemos dejarles. Ahí es cuando dicen: “cuando sea grande quiero ser como mi papá o mejor”.
Entonces, me pregunto, ¿el mejor consejo es “disfruta” o “disfrutemos”?